De vez en cuando me salen monos cursis y melosos como este. Monos que me hacen recordar que de niño y adolescente dediqué no poco de mi tiempo de cautiverio en las aulas escolares a dibujar en los cuadernos donde se suponía deberían estar los apuntes que me garantizarían una buena educación y, en consecuencia, el éxito y la felicidad. Atiborraban mis libretas calaveras y diablos deformes de afilados colmillos y miradas iracundas. Entre más feroces me salían más satisfecho me sentía.
Un día, orgulloso de mis adefesios, enseñé mis dibujos al maestro de artes plásticas. Él los miró con atención y me dijo con calma: «bien, sigue dibujando hasta que se salgan todos los monstruos». En ese momento, solo me pareció que el maestro era muy mamón y no entendía nada de arte contemporáneo, pero años después, cuando dejé de dibujar criaturas aterradoras, supe lo que quería decir: dibujar (o escribir o cualquier otra actividad artística) es una de las formas más eficientes de expulsar los demonios internos.
Lo que nadie me advirtió es que dibujar y escribir también sirve para engendrar otro tipo de monstruos, monstruos más terribles y más difíciles de vencer, monstruos que, en la mayoría de los casos, me acompañarán hasta la tumba. Este blog (con un novísimo y refrescante look) es tal vez un recuento de éstos.