Me gusta el concepto de mapas mentales.
Imagino una improbable cartografía que dé constancia de los horrores y prodigios que pueblan nuestra cabeza, que ubique con precisión las comarcas luminosas y aquellas gobernadas por las tinieblas, que alerte de los precipicios, los inhóspitos desiertos y las ciénagas infestadas de culpas y resentimientos.
Pienso en un plano que nos indique las infinitas veredas que decidimos no tomar y las insospechadas tierras a las que conducen, los soleados jardines donde guarecernos cuando fuera solo haya nubes negras, las cavernas en las que escondimos algunos amores inconfesables, las arboladas en las que podemos extraviarnos cuando la razón amenace con enloquecernos, las altas cimas desde las cuales contemplamos el fastuoso y siempre inalcanzable futuro tapizado de espléndidas flores.
Algunos estudiosos de la geografía afirman que existe un atlas de la mente de todos y cada uno de nosotros; otros van más allá al aseverar que aquellos que logran tener acceso a éste pueden alcanzar la felicidad en poco tiempo ya que son capaces de determinar cuál es el camino más corto y evadir con facilidad los innumerables obstáculos. El gran problema, advierten, es que el mapa se encuentra escondido en el más desolado territorio de la mente; aquel donde habita el miedo. Y es bien sabido que nadie en sus cabales se aventuraría a explorar esos parajes sin la ayuda de un mapa.